lunes, 12 de febrero de 2018

SÉPTIMO

TEXTOS ÉPICOS


 La Odisea de Homero (fragmento)

" Entretanto la sólida nave en su curso ligero
se enfrentó a las Sirenas: un soplo feliz la impelía
mas de pronto cesó aquella brisa, una calma profunda
se sintió alrededor: algún dios alisaba las olas.
Levantáronse entonces mis hombres, plegaron la vela,
la dejaron caer al fondo del barco y, sentándose al remo,
blanqueaban de espumas el mar con las palas pulidas.
Yo entretanto cogí el bronce agudo, corté un pan de cera
y, partiéndolo en trozos pequeños, los fui pellizcando
con mi mano robusta: ablandáronse pronto, que eran
poderosos mis dedos y el fuego del sol de lo alto.
Uno a uno a mis hombres con ellos tapé los oídos
y, a su vez, me ataron de piernas y manos
en el mástil, derecho, con fuertes maromas y, luego,
a azotar con los remos volvieron al mar espumante.
Ya distaba la costa no más que el alcance de un grito
y la nave crucera volaba, mas bien percibieron
las Sirenas su paso y alzaron su canto sonoro:
"Llega acá, de los dánaos honor, gloriosísimo Ulises,
de tu marcha refrena el ardor para oír nuestro canto, 
porque nadie en su negro bajel pasa aquí sin que atienda
a esta voz que en dulzores de miel de los labios nos fluye.
Quien la escucha contento se va conociendo mil cosas:
los trabajos sabemos que allá por la Tróade y sus campos
de los dioses impuso el poder a troyanos y argivos
y aún aquello que ocurre doquier en la tierra fecunda".
Tal decían exhalando dulcísima voz y en mi pecho
yo anhelaba escucharlas. Frunciendo mis cejas mandaba
a mis hombres soltar mi atadura; bogaban doblados
contra el remo y en pie Perimedes y Euríloco, echando 
sobre mí nuevas cuerdas, forzaban cruelmente sus nudos.
Cuando al fin las dejamos atrás y no más se escuchaba
voz alguna o canción de Sirenas, mis fieles amigos
se sacaron la cera que yo en sus oídos había 
colocado al venir y libráronme a mí de mis lazos. 
"






 Poema de Gilgamesh, tablilla III (fragmento)

 “Él se lavó la sucia cabellera, acicaló sus armas, La trenza de su pelo sacudió contra su espalda. Arrojó sus manchadas cosas, se puso otras limpias, Se envolvió en un manto franjeado y se abrochó un ceñidor. Cuando Gilgamesh se hubo puesto la tiara, La gloriosa Istar levantó un ojo ante la belleza de Gilgamesh: ¡Ven, Gilgamesh, sé tú mi amante! Concédeme tu fruto. Serás mi marido y yo seré tu mujer. Enjaezaré para ti un carro de lapislázuli y oro, Cuyas ruedas son áureas y cuyas astas son de bronce. Tendrás demonios de la tempestad que uncir a fuer de mulas poderosas. En la fragancia de los cedros entrarás en nuestra casa. Cuando en nuestra casa entres, ¡El umbral y el tablado besarán tus pies! ¡Se humillarán ante ti reyes, señores y príncipes! El producto de colinas y de llano te ofrecerán por tributo. Tus cabras engendrarán crías triples, tus ovejas gemelos, tu asno en la carga sobrepujará a tu mula. Los corceles de tu carro serán famosos por su carrera, ¡tu buey bajo el yugo no tendrá rival!»”… 





El cantar de los Nibelungos (fragmento)

Sigmundo fue hecho prisionero; Hunding le arrebató su espada y le reservó un tormento más espantoso que la muerte. Solo y desnudo fué abandonado entre las fieras del bosque, y allí vivió por espacio de varios años, en una caverna, en compañía de los lobos, que aprendieron a respetar su fuerza y su fiereza. Hunding vivía tranquilo creyendo haber aniquilado la temible raza de los welsas. Un día, extraviado por una fragorosa tempestad, Sigmundo se perdió en la selva, y caminando a la ventura llegó ante la puerta de un palacio. Entró a pedir albergue y halló a una hermosa mujer que, al reconocerle, se lanzó llorando en sus brazos. Era Signi, su hermana, la cual le dijo: - ¡Oh Sigmundo, hermano, todos los días te he esperado desde la muerte de mi padre! Su sangre no ha sido rescatada y aguarda venganza. Hunding ha salido de cacería y pronto regresará. Toma, Sigmundo, la espada que en casa de mi padre desclavaste del tronco de la encina. Sigmundo abrazó a su hermana, tomó la espada, y bajando los establos, esperó allí oculto entre la yerba. Poco después se oyeron los cuernos de caza y el ladrido de la jauría, y Hunding, con cien hombres, entré en su palacio. Desciñeron las espadas, se quitaron los cornudos cascos y las pieles de oso y se sentaron a la mesa, llenando las copas de hidromiel. De pronto una puerta se abrió y Sigmundo se lanzó de un salto a la mesa de banquete, dando un grito salvaje: "¡Welsa, Welsa!" Al reconocerle, el terror se apoderé de todos pero su espada, rápida como el rayo, no perdonó a ninguno. Allí cayó el feroz Hunding con todos sus hombres. Después Sigmundo corrió al bosque; con su espada comenzó a derribar árboles, y llevándolos en sus brazos los amontonó en la sala del banquete y prendió fuego a todo. Finalmente, llamo a su hermana para que se fuera a vivir con él al bosque. Pero Signi le contestó: -Ya nada tengo que hacer en el mundo, puesto que la sangre de mi padre está vengada. Ahora sabré cumplir también como esposa muriendo con los míos. Y así diciendo se arrojó a la hoguera. (…)

LITERATURA PRECOLOMBINA 8°